Escuché su rugido más allá de la noche, atravesando las entreluces
del creciente mientras un silbido, como los cantos de helechos,
acariciaba la hierba que prendía a su paso.
Se rasgó el cielo, se abrió el crepúsculo,
y la sombra se hizo alba dando paso al hombre.
Se enaltece abriendo alas que son odas y entregas recibidas,
acallando rumores que se pervierten ecos sin sentido,
enarbolando bandera de firmeza y, a su pecho,
estandarte de verdad y ofrecimiento de complacencia que reverberan
entre sus silencios y le engrandece entre sus iguales.
Se hace Dulce al pronunciar Su Nombre
y purpúrea, Su Seña.
Orgullo de león en la tinta de sus letras
y en el tatuaje de su alma, el fragor de Su Esencia.
Late desde la intimidad de su ser una amalgama de sentires que cabalgan
entre la lujuria y los claroscuros de los deseos consentidos.
Vibran sus latidos tal que arpegios tocados en el aura de la piel
y el sentimiento del espíritu y, ahí, en la cúspide de su rito,
se ensalzan la sed y el hambre del alma hecha carne.