Mis preparativos para la fiesta de fin de año convocada por Dulce habían acabado. Necesito poco de nada para sentirme segura, pero con un antifaz tan delicado, me esmeré un poco más que de costumbre en mi vestimenta y peinado. Dejé mi pelo suelto, con los rizos como agua, sobre el que flotaban diminutos collares de nácar y lapislázuli. Luego comprobé que, al reírme, producían un efecto de baile blanco y azul sobre mi negra cabellera.
Me abrió la puerta de la mansión un hombre con librea y peluca blanca, y enguantado, quien me ofreció una copa de champagne. Al fondo, el salón lucía profusamente decorado, con detalles de carnaval y de invierno. El anfitrión, quien iba de grupo en grupo saludando, se acercó a mí, saludándome afectuoso. El baile posterior, entre mesas con exquisiteces de buffet libre, fue magnífico. Bailé con tres hombres enmascarados, a cuál más divertido, ocurrente y educado. El champagne tal vez se me subió un poquito a la cabeza, sin ir achispada, porque me sentía liviana como una pompa de jabón, irisada y volátil, voladora y risueña. Subí hasta el techo, donde las lámparas de lágrimas reflejaban los miles de colores del apogeo de la fiesta. Desde arriba observé 'un momento. Luego vi a mi segundo compañero de baile.
Como no podía quedarme en el techo, ni quería, me coloqué a su lado, y después seguí bailando con él como una media hora. De conversación amena, de ojos negros enmarcados en la máscara, su voz y su mirada fueron subiendo en intención, y me pareció agradable. El anfitrión había propuesto un juego. Desde el primer momento. Consistía en que alguien robara algo y luego todos averiguásemos al ladrón. Vimos el anillo, con una cabeza de león grabada, y que dejó junto a una ponchera de plata, de adorno en una de las mesas.
Su tamaño nos daba opción a bolsillos y escotes, y tras las campanadas, llegaba el desafió. ¿Quién había sido el ratero? El hecho de buscar los unos en los otros fue divertido y un tanto picante, permitiendo la ocasión que más de una búsqueda acabara en alguno de los sofás y sillas del salón. Para mí no había duda, lo había visto desde el techo, así que sabía quién era el “caco”, pero no era cosa de empezar el año haciéndome la lista, mejor me hacia la tonta y jugaba, como los demás, a encontrar el anillo perdido y hallado en…Solo el anfitrión lo sabe porque los secretos, cuando se dicen, dejan de ser secreto.
© Albada Dos