Baile con abanico, para Dulce
La invitación era sucinta, minimalista y franca. Se ruega asista con un abanico. Sólo un abanico me parecía poca prenda, y de nulo abrigo para estas fechas de fin de año, así que, una vez escogido el complemento, (me decanté por uno de plumas, con un cierto aire egipcio), sólo me quedaba elegir mi atuendo.
No quise usar más color que el negro, que, bajo el tono azulado de mi abanico, luciría sin quitar esplendor al propio abanico. Era entallado, con una falda de sirena y un escote palabra de honor. Me embutí unas medias de rejilla y elegí unos zapatos de salón. Me maquillé lo justo para engalanar mi mirada azul y mis labios frambuesa. No soporto ese aspecto de meretriz de algunas mujeres que confunden la evocación y la intriga con un erotismo de saldo.
A las diez, hora elegida para iniciar el encuentro del baile de fin de año, estaba en la puerta del castillo. El anfitrión llevaba antifaz con lentejuelas rojas y negras, y un abanico muy varonil. Nos besamos las mejillas. Su aroma era a musgo y almizcle, un perfume denso que quedó sobrevolando por mi cuello, y que, en mi afán por oler mi propio perfume afrutado intenté disolver, o atenuar con movimientos enérgicos de mi abanico.
El ponche estaba exquisito, y las delicatessen las encontré muy acertadas. Poco que ver con esos bombones de anuncio en casa de un embajador. El anfitrión iba y venía, agasajando a todos, con esa caballerosidad y hospitalidad que le caracteriza. Se paseaba por la sala, si bien dejé de verle un buen rato, tal vez tras una puerta que traspasó con la mujer de blanco y abanico japonés.
Otro caballero llevaba el mismo perfume, denso, y que quedó flotando cuando me entretuvo con unas anécdotas muy divertidas de su periplo en un viaje fotográfico por el Serengueti.
Yo abría mi abanico completamente, dejándolo a la vista, y con él me abanicaba cerca de la mejilla, por líbrame un poco del aroma, pero él seguía con su cháchara sin atender a mi vano intento porque se percatase de que prefería estar sola, pero no hubo manera. Cansada, con dolor en un juanete, y sin saber cómo deshacerme del tipo del antifaz negro y abanico rojo, me escabullí. Sin despedirme de nadie, llamé a un Uber y regresé a casa. Al día siguiente me llamaba alguien que dijo llamarse Daniel. Yo tenía que recordarle, según él.
─ Sí mujer, que te hablé del Serengueti.
Dios, me dije, el pesado. No pude oler su perfume, lo que me tranquilizó un poco.
─ Estoy loco por volverte a ver. Con tu abanico dejaste claro que te atraigo, y quiero que sepas que tú a mí me atraes muchísimo.
─ Caray, no sé qué decirte, no tenía conciencia de enviarte mensaje alguno.
─ Eras la mujer más elegante e interesante de la velada. ¿Podríamos quedar? ─ remató─.
Reflexioné un instante. Salvo su perfume, me gustó mucho, sobre todo su voz y su sentido del humor.
─ Con una condición, te veré si acudes sin colonia alguna.
De eso hace cinco años. Sin perfume ni abanicos, hemos construido nuestro paraíso, en el Serengueti.
© Albada Dos