"En un agitar de abanico"
(por Rosana)
Hoy me uno a la propuesta de El dulce susurro. Nos invita a concurrir a su baile, munidos con abanico.
Vivo sobre la calle Defensa. En estos tiempos, por aquí el calor abruma. Solemos escuchar a las cigarras que escondidas en las copas de los árboles nos hacen burlas: "quédense adentro, les va a convenir", dicen en su idioma, pero a mi el verano me provoca, por un lado me empapa de sudor y por el otro me llena de ganas de pasear y recorrer el barrio, este barrio que guarda tantos secretos y que en invierno es imposible que pueda recorrerlo.
Las cigarras a todo el mundo asustan, a mi - como siempre, ya que jamás hago lo que los demás hacen - me provocan deseos irrefrenables de comenzar a caminar por esas calles que admiro.
Las calles se mantienen tal cual eran entonces. El empedrado tiene magia, transporta. Se queda con los tacos incrustados. Nos hace caminar tambaleantes. Una danza irremediable que nos bambolea, mientras nos mete en un túnel del que es muy difícil salir. Salí temprano, me faltaban hacer unas compras, el calor sofocaba y las enaguas se me adherían a las piernas, no me dejaban avanzar. Las gotas de sudor iban haciendo piruetas por toda mi cara. La nuca ya estaba empapada y las gotas que iban a empezar a rodar por la frente, seguramente arruinarían el maquillaje que no sé para qué, me había puesto tan temprano.
Caminé unas pocas cuadras, ya lo veía desde lejos: ahí estaba en la esquina, el mercado de San Telmo, allí conseguiría lo que me faltaba. Un revoltijo colorido y atrayente: de una forma mágica, las verduras lucían orgullosas en los puestos. Una paleta de verdes y amarillos, salpicados por rojos pimentones y en otros puestos, el chorrear de las medias reces se confundían con el sonido insoportable de los cuchillos que están por ser afilados, listos para rebanar lo que hace pocas horas era una vaca pastando tranquila por del campo. En medio de esas escenas tragicómicas, el local de las antigüedades abría sus puertas para mostrar un cuadro de épocas congeladas, todas al unísono, sin muchas posibilidades de descubrir en qué momento histórico estábamos. Y ahí en un rincón, suspendido de un alambre lo vi. Estaba cerrado. El calor seguía matándome y mis ganas de seguir caminando continuaban intactas, así que le dije al vendedor: lo llevo.
El pequeño hombrecito, lo descolgó con rapidez haciendo muecas de gratitud porque me había enamorado de ese objeto que pendía de una cuerda hacía vaya a saber cuántos años. Me lo entregó por unos pocos pesos e intentó contarme una historia, pero le pedí disculpas por no tener voluntad para escucharlo, solo quería caminar y no tenía ganas de escuchar disparates inventados por un vendedor de antigüedades aficionado a convencer a sus clientes de que todo tiene que tener una historia digna de ser contada. Estiró la mano, tomó el dinero y agradeció con la cabeza, agregó como pudo: "que tenga usted un hermoso fin de año", "vuelva cuando quiera, "ojo cuando lo abra..." y ya no escuché más. Apresuré la marcha, salí del mercado, ya me había fastidiado tanta amabilidad - otro problema que suelo tener, la amabilidad en exceso me saca un poco de eje -
Ni bien di tres o cuatro pasos, seguí por la calle del Empedrado, abrí el abanico que había comprado para combatir ligeramente la ola de calor. Lo agité un poco delante de mi rostro, mientras tenía los ojos entrecerrados; al abrirlos, el sol se había escondido, y un trote de caballos me anunciaba la llegada de una galera lujosa que iba a pasar justo, justo a mi lado. Frenó unas casas más adelante. El cochero bajó, abrió la puerta y estiró la mano, y como si me hubiese desdoblado y me estuviese viendo desde lejos, bajé de la galera vestida como jamás me había visto antes. Un hermoso vestido blanco bordado con hilos brillantes tornasolados me cubría de pies a cabeza - una forma de decir, porque tenía un escote más que pronunciado - Un precioso corte princesa resaltaba el busto que siempre se destacó. El pelo recogido se había olvidado de unos rulos que colgaban al costado de mis orejas, y las gotas de transpiración seguían siendo las mismas que hacía un rato, lo que no entiendo es por qué las dejaba rodar sin tocarme la cara, sospecho que en aquella época que estaba transcurriendo a pasos de mi, las señoritas no se secaban el sudor con las manos. El cochero volvió a subir a la galera y lentamente fue desapareciendo hasta doblar por Independencia. Quedé inmóvil dos veces: mirando qué iba a hacer esa niña vestida de gala, que también era yo, y la que hoy estaba espiando a la que fui.
Me paré delante del portón de madera, se abrió y entré. Las luces de las velas eran tenues pero contribuían a que el calor sea mucho más insoportable; las máscaras no me permitían ver a los otros invitados. Sentía que todas las miradas me desnudaban: una joven sola, vestida de impecable blanco, supongo que llamaría la atención. La música era un tanto estridente, a pesar de que el ritmo de un minué intentaba suavizar la escena temeraria que se me presentaba por delante. Sólo me importaba el calor que sentía, pero todo me invitaba a seguir adentrándome en ese salón inmenso en donde muchos curiosos habían dejado la tertulia por observar detenidamente mi presencia. A pesar de las máscaras, podía intuir que las miradas apuntaban directo a mi abanico y yo no dejaba de agitarlo rápidamente, ya que entre el calor y la pesadez del vestido ya no sabía cómo lograr un poco de aire. Desconocía el lenguaje del abanico, ni sospechaba que agitarlo de tal forma, llamaría la atención de los señores presentes, deseosos de poder encontrar con quién compartir la gala y ganar también pareja. Aturdida y sin dejar de agitarlo jamás , solo atiné a buscar la puerta de salida, pero las manos de los caballeros intentaban frenar el paso. El sofoco era más terrible todavía y entre todos habían hecho una ronda a mi alrededor para impedir que saliese de allí. Sin cerrar jamás el abanico, lo que rodaban por mi cara ya no eran gotas de transpiración, sino lágrimas desesperantes, quería huir de allí y esas manos que me querían toquetear no me lo permitían.
De repente escuché que alguien dijo:
- ¿De dónde lo sacaste? ¿Cómo llegó a tus manos?
¿Cómo les explicaba que yo venía del siglo XXI, que salí a pasear por San Telmo, que el calor me llevó al puesto de antigüedades del mercado ? El vendedor, el vendedor había querido explicarme algo y mi arrebato - como siempre - no me había permitido escucharlo.
Ante la falta de respuestas, los señores comenzaron a reír a carcajadas. Sus bocas detrás de las máscaras parecían túneles en donde seguramente iba a perderme más de lo que estaba.
De golpe, detrás de los caballeros, la presencia de una señorona muy fina comenzó a adelantarse. Ellos iban abriendo la ronda a medida de que ella iba acercándose. Su vestido de terciopelo azul iba lustrando los zapatos de todos. Caminaba y se imponía y yo aterrada iba retrocediendo.
- No sé de donde lo sacaste, ni dónde lo obtuviste, pero agradezco tanto que lo hayas traído hoy aquí. Me pertenece y te agradezco muchísimo el atrevimiento de haber venido para devolvérmelo.
No me atreví siquiera a decirle que desconocía quién era. Temí ofenderla. Supuse que para la época habrá sido una gran figura digna - o no - de respeto. Sólo sé que lo solté, lo dejé caer al piso y de golpe me encontré viendo las vidrieras de una casa de antigüedades, observando detenidamente un piano de cola que rogaba ser comprado por alguien. El ruido de los colectivos y el gas enviciado de los caños de escape me devolvieron la tranquilidad que necesitaba. El agobio me recordó que era verano, el momento propicio para recorrer San Telmo, porque en otro momento, el trabajo me lo impedía.