En el corazón de la misteriosa ciudad de Venecia, donde los canales serpenteaban como venas líquidas a través de antiguos edificios de mármol, se celebraba cada fin de año el Baile de Máscaras. La tradición se remontaba a siglos atrás, cuando la aristocracia veneciana buscaba un escape de las restricciones sociales y se sumergía en la extravagancia del anonimato que ofrecían las máscaras.
Era una noche de luna llena cuando las puertas del majestuoso Palazzo Venier se abrieron para dar la bienvenida a las invitadas, casualmente todas mujeres. El anfitrión un noble caballero. Los salones, adornados con lámparas de cristal que destellaban como estrellas, estaban llenos de un bullicio apagado mientras los asistentes al majestuoso evento, ocultas tras máscaras exquisitas, se movían con gracia y misterio.
En el centro del salón de baile, una pareja destacaba entre la multitud. Él, vestido con un traje negro elegante y una máscara plateada que enmarcaba sus ojos intensos. Ella, envuelta en un vestido de seda azul con detalles dorados y una máscara enigmática que revelaba solo sus labios carmesíes. Juntos, desafiaban las convenciones sociales, atrayendo miradas curiosas y murmullos susurrantes. Su sensualidad era evidente.
Al sonar de la orquesta, la pareja se enlazó en un vals hipnótico. Sus movimientos eran una danza de misterio y seducción, mientras la música llenaba el salón con sus notas melodiosas. La energía entre ellos era palpable, como si compartieran un secreto que solo los dos entendían.
A medida que avanzaba la noche, la pareja se movía por los salones, dejando a su paso una estela de preguntas y suspiros. En cada rincón, conspiraban en susurros apasionados, desafiando las expectativas y desentrañando los lazos sociales que ataban a la sociedad veneciana.
En una de las estancias, el gentil caballero ofreció a la bella misteriosa la opción de elegir una carta. Extendió su mano hacia las tres cartas, escogiendo una al azar: la número 1.
Sueño que eriza mi piel,
hasta penetrar mis deseos ocultos,
elixir en mis labios provoca,
que abra mi alma al delirio,
de tus manos con pasión desmedida.
Vino un beso apasionado,
exquisitamente consumado.
La media noche se acercaba, y con ella, la revelación de las identidades detrás de las máscaras. Pero la pareja decidió desafiar incluso esa tradición. Se dirigieron hacia los jardines del palacio, donde la luz de la luna los iluminaba con un resplandor plateado.
Bajo la sombra de un antiguo rosal, se quitaron las máscaras y se enfrentaron, revelando la verdad detrás de sus disfraces. Él era un artista errante, un pintor que buscaba inspiración en los pliegues ocultos de la sociedad. Ella, una poetisa rebelde que tejía versos subversivos en la oscuridad de la noche.
Juntos, decidieron preservar su anonimato y regresar al salón de baile, donde la música aún resonaba. Mano a mano, se sumergieron nuevamente en el vórtice del baile, desapareciendo entre las máscaras que ocultaban los rostros de los demás, pero que nunca pudieron esconder las chispas de rebeldía y pasión que encendieron aquella inolvidable noche de máscaras en Venecia.
El paso del tiempo es una realidad. La última invitación del año es la firma tangible del cambio. Pero este Dulce Caballero sabe un truco de magia para que el salto hacia el Año Nuevo no sea nada traumático y sí lleno de aventuras mágicas. Me sonrío de solo pensar en mi indumentaria para lo prometido: fantasía y placer.
No es que yo quiera competir llevando sombrero como el Dulce Caballero, pero reconozco que es un complemento muy sexy, si se sabe lucir con garbo. Miradle si no a él. Todo elegancia.
Recojo la invitación de mano del mensajero, no le pasa inadvertido mi rostro divertido y me devuelve el suyo algo pícaro. Le cierro la puerta sin más contemplación ya que hoy no tengo tiempo para flirtear. Otro día, según me pille, le sigo el juego.
¡Qué bonita invitación! Cada año se lo curra más y mejor este señor.
Rauda me voy colocando mi traje Fashions, aunque no lo parezca es muy cómodo para el obligado baile con el anfitrión. El sombrero es un puntazo, es lo más. Estoy a punto de ir vestida solamente con él y mis Manolo Blanhik. Ja, ja, ja, vaya pensamiento se me acaba de cruzar. Fuera, que me haces perder la inspiración, le digo.
Bajo la Luna Violeta, frente a este Castillo Encantado y junto a la distinción del anfitrión me siento tan sofisticada como todo el conjunto.
Tomo su mano, más bien es él quien toma la mía, puedo adivinar el guiño en uno de sus ojos cuando se jacta de la presencia de mi sombrero. Le ha gustado, lo sé porque su brazo rodea mi cintura mientras me introduce en el Gran Salón.
Las gafas de sol es otro complemento sexy. Las deslizo hasta la punta de mi nariz para poder comprobar las bellezas que aguardan mientras las demás vamos llegando. Todas están divinas, como yo, aunque yo parezca un ave del paraíso con estas plumas. Igual tiene truco este traje y puedo echar a volar cuando la noche vaya decayendo. Me lo acabo de inventar, es que con tanto lujo una pierde la cabeza.
Se avecina la hora del juego y mi turno. Todas salen muy contentas tras esa puerta. A ver qué sorpresa me aguarda.
Me introduzco con decisión y él me espera con un trío de cartas extendidas hacia mí. Escojo una de ellas. Mi incredulidad se pasea entre su rostro y la carta en cuestión. Menos en uno de los detalles, ha dado en el clavo. Le observo atentamente por si ha hecho trampa. Él hace lo mismo conmigo, lo cual me pone algo nerviosa porque hay miradas y miradas, esta precisamente es de las que traspasan.
Imagino por un minuto que visualiza mi fantasía de cómo pensaba aparecer en el baile. No lo puedo evitar y me entra la risa floja. Él no entiende el motivo de por qué me estoy partiendo la caja con la carta en la mano. Se levanta de su sillón para coger con extrañeza la carta y con la misma extrañeza me mira fijamente con expresión interrogante en su rostro.
Y yo, entre hipidos por la risa, le cuento mi pensamiento alocado.
Su seriedad se transforma para acto seguido romper el silencio con una gran carcajada. Esto hace que me relaje un poco hasta que escucho el sonido de su voz, profunda y sensual, pidiéndome que cumpla ese deseo o sueño, ya que estamos en el Castillo de los Sueños. Ahí lo deja, tan ricamente.
Me quedo tan inmóvil como el brillo de sus pupilas a través de la máscara. Su porte formal, su figura esbelta es todo un reto. Y yo que soy de retos recojo el guante. La música insinuante que empieza a sonar de fondo me invita a ir retirando las prendas a su ritmo. Me imagino como Kim Basinguer en aquella película, ¡ya quisiera ella ser yo!
Y como la noche va de magia, en un rápido movimiento retiro el sombrero de su cabeza para cubrir mi pecho, el mío hace lo propio cubriendo más abajo. El aplauso y la sonrisa del anfitrión es todo cuanto necesito.
Ha sido una bonita noche de trucos y magia. Desde mi coche creo distinguir su silueta tras el cristal del gran ventanal. Percibo que no está solo. Este Dulce Caballero es todo un Casanova. Le lanzo un beso mientras me despido hasta el año que viene, él responde con otro beso al viento. Es el momento de arrancar el motor de mi Mini y salir a la carretera antes de que el Sol tome posesión en el cielo y me robe la sensación de ensueño.
Sus pasos se encaminaban casi levitando hacia el borde de aquel precipicio al que siempre se asomaba sintiéndose cual pequeña e insignificante moto de polvo, ante la inmensidad de un mundo con el que no resonaba desde hacía ya demasiado tiempo.
Sus intenciones, esta vez, estaban claras…
Saltaría; se lanzaría al vacío, a ese limbo donde al fin descansar del martirio de la soledad de aquel enorme castillo que había heredado de sus antepasados, sin más compañía que unos viejos y enmohecidos libros que la mantenían viva cuando caía inmersa entre sus páginas, y un amigo de su padre fallecido, que velaba por ella y la cuidaba entre esos recios y gigantes muros de piedra maciza.
Miró el horizonte de gris y espesa niebla que se mostraba frígido ante sus ojos. Comenzó lentamente a dar un paso como atraída por él, sintiendo el helor del vacío bajo uno de sus pies que flotaba sobre aquel abismo, cuando, de pronto, unas manos rodearon su cintura agarrándola con fuerza y tirando de ella hacia atrás.
—¡Por Dios! ¡Hágalo por él, por su padre! Él querría verla viva, fuerte y luchando!
Desde aquel fatídico incendio donde su familia pereció, Amelia cayó en un profundo mutismo que no le permitía pronunciar palabra alguna.
—Ha recibido una invitación para el baile de máscaras que se celebra cada año en el castillo del Conde Sweet Gentleman; y va a ir. Va a elegir un precioso vestido; va a ponerse su perfume de violetas y va a dibujar esa bonita sonrisa en su aterciopelado rostro. Yo la dejaré en la misma puerta, y no me iré hasta que vea cómo la cruza.
Amelia rompió a llorar sin emitir un atisbo de sonido. Él la abrazó con fuerza, limpió sus lágrimas y la cogió en sus brazos para llevarla a sus aposentos y dejarla tendida sobre su lecho.
—Descanse, Amelia… Mañana será un gran día.
~Baile de Máscaras~
Su vestido era azul cobalto. Un corpiño anudado con cintas de raso negro enmarcaban su esbelta figura y dejaban prominentes sus turgentes pechos. Un collar de negro y fino terciopelo, rodeaba su delgado y blanquecino cuello. Y su rostro, así como le había encomendado quien velaba por ella tras la muerte de su familia, lucía una tímida sonrisa, a la vez que sorprendida y curiosa por todo lo que se mostraba ante sus ojos.
De pronto, y sin saber de quién procedía, una voz le susurró en el oído…
—Me alegra que hayas aceptado mi invitación… Solo necesito tu mirada para saber que estás bien; que te sientes a gusto… No importa que no puedas hablarme. Te preguntarás por qué lo sé… No es por la persona que vela por ti. Te conozco desde hace mucho tiempo. He seguido en silencio tus pasos llevado por un impulso tan misterioso, como extraordinario e irrefrenable. Has estado presente en mis sueños y en mis más fervientes deseos…
Amelia hizo de pronto el amago de girarse para ver el rostro de aquel que le hablaba en susurros y que había despertado en ella una extraña sensación, pero él la frenó acercándola con más vigor a su pecho, dejándola paralizada…
—Aún no… Ahora baila; disfruta; vive…
Y tras decirle esas palabras, el Conde cogió su mano derecha, la llevó a su espalda y posó en ella una llave de la que colgaba una pequeña carta con un número impreso.
Cuando Amelia se giró, el Conde ya no estaba. Miró la llave y el número de la carta: dos.
Se fue adentrando en el baile inclinando la cabeza a modo de saludo hacia algunas invitadas que le mostraban un cálido acogimiento, y aun a pesar de no poder hablar con ellas, se sintió arropada tras ese largo y frío tiempo de mutismo y soledad. Aquel salón y todos los invitados, desprendían una cálida y misteriosa armonía que la envolvía en un dulce y embriagador ensueño; pero su mente estaba ya muy lejos de aquel lugar…
~La Puerta~
Se paró frente a ella. Tenía la misma sensación que cuando intentó dar aquel salto al vacío, pero esta vez sentía que lo que le deparaba el otro lado, era una llama que comenzó a arder en su interior en el momento que escuchó la voz del Conde susurrándole en el oído y penetrándole hasta el alma.
El placer ya no formaba parte de su vida. Había olvidado lo que era sucumbir a él desde la más pura desnudez. Entregarse y cruzar toda frontera que la permitiese explorar emociones nuevas en cualquiera de sus vertientes. Fue sumisa de sí misma en su renuncia a la vida y a todos los placeres que ésta otorga más allá de sus difíciles y, a veces, crueles vicisitudes.
Su cuerpo no dejaba de sentir ese cosquilleo cual primera vez que uno se entrega al goce de la carne y el espíritu. Impetuosa, y casi con rabia por haber estado tan ciega ante el regalo de la vida, metió la llave en la cerradura y la giró con rapidez como si aún temiese arrepentirse.
Cruzó el umbral sabiendo que aquella experiencia la iba a llevar a unos límites jamás cruzados; que iba a romper toda barrera que la impidiera sentir el goce más intenso jamás experimentado, y la iba a hacer caer rendida; ofrecida a los planes y dominios de aquel que la estaba haciendo vibrar por cada poro de su piel, inmersa en una lascivia, feroz y osada, que gemía y brotaba por cada recoveco de su cuerpo.
~Placer~
En aquella habitación de paredes insonorizadas tan solo se escuchaba la respiración agitada de Amelia, y sus pasos caminando hacia un extraño mobiliario enmarcado por una tenue luz.
Como una danza de sombras que la envolvían y rozaban, la figura del Conde aparecía y desparecía ante sus ojos, al tiempo que sentía que las cintas de su corpiño iban desatándose, liberándola así de la prisión de sus ropas, y dejando en libertad, como dóciles péndulos, sus pechos que palpitaban sedientos de placer.
Su vestido abrazó el suelo; tan solo unos zapatos de satén azul y unas medias de seda blanca, vestían el cuerpo semidesnudo de Amelia, dispuesto a yacer entre aquellas manos calientes y firmes que la despojaban de tabús, y la llevaban a un sentir extremadamente delicioso y lujurioso.
Como en una ensoñación y sin apenas visión, comenzó a sentir cómo el Conde iba inclinando su cuerpo hacia delante hasta hacerlo reposar en una especie de diván del que salían, de cada uno de sus cuatro extremos, pequeños cintos que rodearon y ataron sus muñecas y tobillos.
Expuesta y totalmente abierta al placer; sometida al goce de dejarse fluir como río ante la tempestad de la piel que gime desde su más inconmensurable latido, Amelia emitió un grito cuando el primer embate la hizo vibrar y contraerse húmeda y ungida en sus fluidos que, como cascadas, rebosaban por sus ingles deseando más; más de aquel goce que la dejaba en la extenuación; de aquel precipicio al que sí quería y deseaba caer…